Manuel Carrasco se ha convertido en el cantante más popular de España, pero no ha sido un camino fácil. Quedó segundo en el Operación Triunfo de 2002. Se vio después condenado al ostracismo y sus siguientes seis discos no fueron ni de cerca Disco del Año. Llevó su guitarra a bares en vez de a estadios. Pero llegó el momento de ser jurado de La Voz, y escribió el álbum más vendido de 2016 (Bailar el viento), metió 45.000 espectadores en La Cartuja y terminó el año como el artista español con más entradas de concierto vendidas.
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«En la cultura la vocación y la profesión mantienen una relación difícil, cuando no contradictoria. Muchísima gente sabe o intuye fácilmente en qué consiste ser profesional del fútbol, sea de élite o de tercera división, pero tras tantas décadas (¿siglos?) de precariedad no es tan sencillo saber, por ejemplo, quién se dedica profesionalmente a la música y quién no. En el ámbito de la cultura hay profesionales que lo son dos meses al año, los fines de semana, durante dos o tres años de su vida, o que dejan de serlo para volver tras una década. También mucha gente que se dedica a la cultura de manera semi-amateur, que tiene una banda de rock pero da clases de Física en un instituto, que hace cine pero todas las mañanas va al bar o a la oficina a trabajar. La casuística es inabarcable. Lo que está claro es que en la inmensa mayoría de los casos son personas con una fuerte vocación. Tan fuerte que muchas se sienten recompensadas solo por subirse a un escenario, bailar, tocar, interpretar, exponer, pintar con su iPad o rodar cortos con su teléfono móvil. Si se evita el riesgo de estetizar la precariedad y de considerarla en sí misma ‘creativa’, esto es algo maravilloso que debe protegerse y regularse. Pero también tiene que ser posible dedicarse profesionalmente a la cultura. La cultura es un trabajo, y como todo trabajo merece una remuneración justa, así como la posibilidad de llevarlo a cabo con derechos y obligaciones, sea uno autor, intérprete, comisario, técnico o promotor». Escribe Eduardo Maura, de Podemos.
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Mientras, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte está “valorando con los servicios jurídicos del Estado los pasos a dar” en el fraude de la “rueda” de la SGAE, según ha comunicado el gabinete de comunicación de la Secretaría del Estado de Cultura al periodista Peio H. Riaño. El último escándalo desatado en esta sociedad de gestión de derechos de autor descubre la falta de control del Ministerio de Íñigo Méndez de Vigo en la marcha de la entidad, a pesar de las responsabilidades con las que le ha dotado la última Ley de Propiedad Intelectual (LPI) y de las denuncias que se hicieron públicas hace cuatro años.
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Cuando el periodista Stephen Witt escribió Cómo dejamos de pagar por la música (Contra, 2017), se pensaba que iba a topar con la historia de una generación bajándose cosas gratis en sus ordenadores poco a poco, pero descubrí que todo venía de un solo hombre. Dell Glover, un piernas cualquiera quien, casi sin darse cuenta, al empezar a planchar cedés desde su habitación, se convirtió en el mayor filtrador de música inédita del mundo y varió para siempre el curso de la historia. «A primera vista es el estereotipo de personaje de clase obrera, pero su inusual proclividad hacia los aspectos tecnológicos del proceso, sumado al hecho de que estuviese tan bien situado para empezar la filtración masiva de material, le convierten en alguien único», dice Witt a Kiko Amat.
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