El siguiente fragmento pertenece a Historia de la música pop. El auge (Redbook Ediciones, 2018), el segundo volumen que complementa al anterior Del gramófono a la beatlemanía, del reconocido periodista musical inglés Peter Drogget.
Así que esto es el siglo XXI: a los vocalistas se los entrena para que exterioricen una emoción que no sienten, o se los anima a que escondan su identidad tras un procesador de voz. Por supuesto, también pueden rapear. Por otro lado, la complejidad melódica de la canción popular, que tuvo su apogeo en los años treinta y que aún era aparente en la estructura de estrofa/estribillo/puente de los cincuenta y sesenta, ha sido reemplazada por la constante repetición de frases simples – o, en el caso de la música dance electrónica, por la supresión total de la melodía – con el resultado de que la anticuada canción ha cedido el paso a motivos rítmicos, a samples y ganchos secuenciados.
Si el hip hop ha puesto el habla emotiva por encima del canto y el pop ha eliminado la posibilidad de una personalidad vocal, ¿qué queda? Solo la invención sonora, el ritmo y, por supuesto, siempre queda la nostalgia. Lo sorprendente es que, bajo el glaseado de azúcar del pop global, inconformistas de todos los colores han sido capaces de manipular estos ingredientes mediante experimentos genuinamente enriquecedores de polinización estilística.
Cuando Bono, en los Grammys, prometió seguir «jodiendo el sistema», parecía no darse cuenta de que él ‘es’ el sistema y de que más jodido no puede estar. Así que algunos roqueros supervivientes, viejos y canosos, se tambalean en estadios cada vez más grandes, con láseres cada vez más grandes y sistemas de sonido cada vez más grandes, y la falsa rebelión parece todavía más fatua. […] El rock’n’roll es el nuevo golf: es algo que hacen los tipos de mediana edad el fin de semana vestidos de forma ridícula.
Mark Steyn, crítico de teatro, 1997.