Artículo del periodista Diego Manrique para el I Anuario de la Música en Vivo
En 1996, el amigo Santi Segurola viajó a Atlanta, dispuesto a cubrir los Juegos Olímpicos para El País. Me llamó una madrugada y su excitación no tenía que ver con ningún récord atlético: «acabo de ver a Bob Dylan en el Hard Rock Café. A dos metros de distancia. Me costó 500 dólares, pero valió la pena».
Me sentí envidioso…e incómodo. No se rían: ocurre que conservo vagos rastros de ideología hippy y aquello me sonó obsceno. Estaba equivocado: hemos aprendido en estos años que el directo se ha convertido en la experiencia más valorada del disfrute de la música. Y que el espectador está dispuesto a pagar extra por la esperanza de un momento único en condiciones privilegiadas.
Hablemos de dinero. El pop y las músicas adyacentes tienen dimensiones artísticas, pero son artes comerciales que requieren combustible económico inmediato. Aunque pueden recurrir a las subvenciones, estas no les sientan bien. Después de todo, su superioridad moral respecto a la ópera o a la música sinfónica deriva del hecho de ser artes vivos, no un venerable signo de distinción con cargo a los presupuestos públicos. Su grandeza estriba en su capacidad para generar, de forma natural, una recompensa para sus creadores y para sus colaboradores.
Lo que ha cambiado es el paradigma de negocio. Lo explica muy bien Irving Azoff, ya saben, ilustre tiburón: manager (Eagles, Steely Dan, Guns N’ Roses, Morrissey), disquero (jefe de MCA durante los ochenta), socio del gigante Ticketmaster, cuarenta años en el ‘bisnes’ desde que empezó contratando grupos para actuar en su universidad. Según Azoff, en los tiempos dorados los ingresos de sus chicos procedían, por orden de importancia, de (1) las ventas de discos, (2), los derechos editoriales, (3) las actuaciones, (4) el merchandising y (5) los patrocinios.
Tras la revolución de Internet, el modelo se ha transformado radicalmente. Dice Azoff que las principales canteras hoy son (1) las actuaciones, (2) el merchandising, (3) los patrocinios, (4) los derechos editoriales y (5) los discos. Muchos retos: el poder de los sponsors tiende a aplastar a los artistas, de la misma manera que la publicidad puede desgastar el carisma de sus protagonistas. Los discos siguen siendo la gran ocupación creativa de los artistas, pero su peso económico disminuye constantemente, mientras aumenta el de la entradas.
Con todo, estamos en los inicios: el negocio del directo tiene mucho territorio por explorar. Se va a mantener el impulso gregario que junta a miles de personas en grandes recintos o en festivales, pero la oferta deberá acomodar otras posibilidades: las actuaciones -incluso de figuras- en locales reducidos, los conciertos privados, los recitales para tocar determinado disco, las apariciones para empresas o asociaciones, los cruceros con música, las fórmulas que permitan la proximidad entre público y artistas.
Al igual que los artistas, también sus seguidores se han hecho mayores y más sibaritas. Y se supone que el cliente siempre lleva la razón. La tecnología del siglo XXI ha reducido las creaciones artísticas a ceros y unos, potenciando de rebote el valor de la experiencia irrepetible, el cara a cara, un momento de magia imposible de atrapar por cámaras y grabadoras.