La iniciativa privada en la industria musical no empezó a consolidarse en España hasta principios de los años 90. Las empresas se profesionalizaron para poder prestar servicios a las nuevas salas que iban surgiendo, así como a los grandes recintos, plazas de toros y arenas.
Nacieron empresas como La Iguana, Producciones Animadas, Sintorama, Postonove y Get In. Un gran número de artistas internacionales de todo los niveles empezaron a ser habituales en todo el Estado. Poco a poco se abría un circuito que hasta entonces había estado circunscrito a tres únicos focos: Barcelona, Madrid y Bilbao/San Sebastián.
Esa apertura arrastró también a los grupos nacionales, que empezaron a ver cómo crecían las oportunidades para desarrollar sus carreras a base de tocar, grabar y volver a tocar. Detrás tenían a sus discográficas, que en ese momento invertían en giras, marketing y promoción. De hecho, se dedicaban a su negocio, que era vender discos, cuando estos aún se vendían en cantidades industriales.
Hay que recordar que en España un disco de oro se conseguía cuando se habían despachado 50.000 copias, y uno de platino, con 100.000. ¡Qué tiempos aquellos! Muchos artistas alcanzaban esas cifras. Fue también en los 90 cuando irrumpió y se consolidó el salto del vinilo al CD. Al principio, eso implicó solamente un cambio de formato, pero no repercutió negativamente en el negocio, como sí ocurriría después.
Así, aunque la semilla ya estaba puesta, hacer conciertos en salas y clubs seguía siendo un dolor de cabeza. Las infraestructuras eran muy pocas y tenían grandes deficiencias, mayoritariamente en las grandes ciudades. El caso de Madrid es paradigmático. Las salas eran un animal en peligro de extinción constante. Abrían y cerraban. Era un sinvivir. El peligro de que te cancelaran un concierto por problemas con el vecindario era un viacrucis diario.
Paralelamente, en esas mismas ciudades, la música se seguía regalando, incluso la de grandes artistas internacionales, como en los conciertos de la Recta de l’Estadi Olímpic de Barcelona o en las fiestas de San Isidro en Madrid.
Siguiendo la premisa de que el rock no es cultura, los grandes ayuntamientos no disponían de planes de desarrollo de locales, salas y clubs. Ni siquiera veían el potencial económico, de creación de empleo, atracción turística y riqueza social que podía conllevar.
Eso sí, esos conciertos se seguían usando en beneficio político, aunque la contratación pública había caído en picado por la explosión de la crisis a finales de los 80 y por la devaluación de la peseta después de 1992. El sector no se recuperó hasta finales de los 90, cuando la iniciativa privada tomó el liderazgo.
Debido a los pocos actores activos en la industria del directo, las empresas tenían que hacer todos los papeles: tenían que ser managers, agentes y promotores a la vez. Y así siguió a finales de los 90 y principios de los 2000.